Normalmente era una línea de 125 voltios que por medio de un cable bipolar enrollado llegaba a cada casa o instalación
Mi madre me contaba que cuando era pequeña, allá por el año 1917, cuando el encargado de los faroles del gas se presentaba en la calle Roelas para apagar el farol que había ubicado enfrente de su casa (Roelas nº 12), salía su madre o cualquier vecina mayor y le decía al farolero: “Alejandro, déjelo usted un poco de más rato encendido para que puedan jugar, apáguelo usted a la vuelta”.
Esta era la forma en que por aquellos tiempos se miraba por el gas-ciudad, para simultanearlo con los ratos de ocio de los niños. Este gas se producía en las instalaciones de la Carrera de la Fuensanta, hacia al final y en una especie de recinto que quedaba enfrente de donde estaba la “desviación para el Santuario”, antes de llegar a las zona de huertas. Yo conocí aquellas instalaciones aún muy niño, porque un vecino mío, Francisco Serrano Anta, sufrió un accidente en aquel centro de trabajo en 1950. Al parecer, un gran trozo de “carbón de piedra” le cayó sobre la cabeza. Lo llevaron al Hospital de la Cruz Roja, y allí se recuperó lo mejor que pudo.
En las casas populares, sobre todo en las casas de vecinos, desde poco antes de los años veinte existía un alumbrado que popularmente se llamaba “de perra gorda”, porque en un principio ése era el precio diario que se cobraba a cada usuario que lo tenía instalado en su casa. Normalmente era una línea de 125 voltios que por medio de un cable bipolar enrollado llegaba a cada casa o instalación. Habitualmente había un punto de luz por habitación, en una bombilla de “trinquete” de fabricación alemana que funcionaba al límite de los 25 vatios. La Compañía Mengemor era la suministradora y tenía todo muy bien controlado.
Este tipo de alumbrado era al que estaban abocados todos aquellos humildes vecinos que no tenían para pagar el “coste de la línea”. Efectivamente, la compañía eléctrica, cuando alguien solicitaba “la luz de contador”, si no pasaba una línea suficientemente cerca te cobraba lo que suponía llevarte la línea exclusivamente para ti. En los barrios de pisos y más desarrollados ya existían líneas de “tendido” que pasaban por las calles. En cambio, en los barrios populares estas líneas no existían. Pasaba algo parecido a las acometidas del “agua de grifo”, que para que te la instalaran en tu casa tenías que pagar incluso la apertura de zanjas para meterte los tubos. Por ello, los pobres siempre fueron pobres…
Aparte de estas circunstancias, la energía eléctrica y las infraestructuras escaseaban y en la propia Córdoba no había capacidad apenas de suministro. Así, las grandes empresas como la Electro Mecánica, durante los años cuarenta, estuvieron mucho tiempo trabajando “a media jornada” por falta de electricidad. Y eso que esta empresa, por su gran consumo, recibía una línea directa desde Peñarroya de una central térmica cercana a la “Mina del Antolín”. Más tarde esta línea venía directa desde el salto de Casillas. Finalmente de esta línea directa también se beneficiaría la cercana Westinghouse.
El horario de este alumbrado era desde la siete de la tarde a ocho de la mañana en invierno. En verano, la hora de encendido por la tarde se retrasaba hasta las nueve de la noche. Prácticamente, el encendido y el apagado iba paralelo con el alumbrado callejero de bombillas que había sustituido al gas. En la mayoría de los casos, las bombillas de la calle colgaban de un redondel de chapa del diámetro de un sombrero, pintado en color verde, que hacía de lámpara y a la vez protegía a la bombilla de la lluvia. Para la reposición de estas bombillas existía un par de equipos para toda la ciudad dependientes del Ayuntamiento. Lo formaba una aparatosa escalera carro-tijera, que sólo para moverla la llevaban entre dos personas, siendo una tercera persona la encargada de subir a cambiar las bombillas fundidas. Este carro salía todos los días de recorrido por Córdoba para reponer las bombillas rotas o fundidas.
Dentro de las casas la reposición de las bombillas resultaba un problema mayúsculo, pues aunque las bombillas “aguantaban lo suyo”, cuando se fundían costaban el sueldo de dos días de una persona que estuviera medianamente colocado. El precio por aquellos años de 1949-1953 era de doce pesetas. Por la zona de San Lorenzo se compraban inevitablemente en “Casa Rogelio” ubicada en el Pozanco, que era la única ferretería-bazar que había por estos contornos. Si el problema de la rotura ocurría un domingo por la tarde, que era cuando únicamente cerraba el tal “Rogelio”, íbamos a “Casa Guerrero Electricidad”, en la calle Alfonso XIII, que curiosamente era un domicilio particular. Recuerdo que tenían un timbre para atenderte ante esta eventualidad.
Todos los días, un señor perfectamente uniformado se pasaba casa por casa a cobrar dicho alumbrado. Al principio, como hemos dicho, cobraba “una gorda” (diez céntimos de peseta). Yo recuerdo personalmente cuando el precio llegó al real diario. Se pasaba por mi casa a eso de las once de la mañana, cuando las vecinas estaban enfrascadas en lavar o tender cualquier sábana en mitad del patio. Entonces aparecía este hombre que cobraba a cada vecino, confundiéndose con el que iba a cobrar “los muertos”, o cualquier cuenta de lance o diaria.
Este cobrador de la luz llevaba anotado en un libro el control de los vecinos, y la casera de la casa tenía que pagar la luz del patio que se les prorrateaba a los vecinos en su recibo de comunidad. Por lo general era una persona agradable, pero al segundo día en que le fallabas te decía: “No tengo más remedio que dar parte a la Compañía». Cuando este parte se daba, tardaba poco en aparecer con la escalera al hombro “Un tal Carrillo», chiquito pero matón, que en cumplimiento de su deber no tenía más remedio que cortarte “La Luz». Este Carrillo vivía en la calle de los Frailes, por debajo de la “Churumbaca” y enfrente de donde nació Rafael Gómez Sánchez, apodado “Sandokán” cuando ya fue millonario. Lógicamente, a este Carrillo, se le temía nada más verle por la calle, a pesar de que no levantaba dos cuartas del suelo. Para colmo, embebido de su aire de respeto, era “acomodador” del Cine Delicias, con lo que completaba un círculo redondo de autoridad. Personalmente lo traté y lo conocí fuera del contexto anterior, y puedo asegurar que era una excelente persona.
A pesar de la severidad de la empresa Mengemor por todo lo que significaba el suministro, cuando llegaban las navidades en cada casa se hacían y deshacían virguerías con el alumbrado. A la par que existía el alumbrado de “perra gorda”, existían casas o vecinos que, bien porque eran empleados de la empresa, o bien porque habían podido costear el importe de la línea, tenían la luz eléctrica que ya hemos comentado que se llamaba “de contador”, la cual podían apagar y encender al gusto del consumidor.
El día 24 por la mañana era casi ceremonioso el que te mandaran a la bodeguita con la garrafa o damajuana a comprar alguna bebida. En muchas casas había costumbre de ir a la calle de la Bodega, a casa Cruz Conde, donde había un despacho de venta para la calle. Allí te encontrabas en la caja a Rafael Casanas o al “Pulgarin”. El anís, el ponche y la coñac (así, en femenino) eran las mercancías que repostabas. En la ruta, pasabas por la “Casa de las Zapatillas”, para ver qué te podían echar los Reyes, si había suerte. Igualmente te quedabas embelesado mirando el escaparate de “Caramelos Capuchinos”, y luego pasabas por “Cervezas el Águila”, en la esquina de la Avenida de Cervantes. Siguiendo adelante te recreabas viendo la casa de Manolete y “Caramelos Hispania” que era la casa que patrocinaba todos los jueves “Radio Chupete” en la Emisora EAJ-24, Radio Córdoba, de la calle Alfonso XIII.
Por fin, llegabas a tu casa, y ya olía por el patio a “sangre frita” con cebolla, que era el menú más usual de ese día, pues se aprovechaba la sangre de haber matado el pavo, el pollo o la gallina. A la caída de la tarde empezaba otro ceremonial cual era “dotar de luz por la Navidad” a la casa y a los vecinos. Se hizo famoso en la calle María Auxiliadora un buen hombre llamado Rafael “Calete”, de la familia de los Trenas, que enganchaba a media calle a su luz, y al menos por esos días disfrutaban las familias de luz total. Daba alegría entrar en esos patios y viviendas y ver unos “focos de verbena” encendidos para regocijo de chicos y grandes que en torno a un portal de Belén, una candela o restos del pavo, se intercambiaban el anís y el coñac, como muestra de buena vecindad. Pasadas estas fechas, se desmontaba todo el tendido eléctrico y las cosas volvían a la penumbra de siempre.
Cosas iguales a estas o parecidas ocurrían en la Calle Roelas, donde Gabriel González Ruiz conectaba a media calle de la luz de Carmela “la Jeringuera” (Carmen Trujillo González), que por estar su marido trabajando en la fabrica del Gas tenía derecho a fluido gratis. Eran días de armonía y todos los vecinos superaban diferencias para que la dura supervivencia fuera exquisita. Además, esos días ni el Carrillo ni el cobrador aparecían por nuestras casas. Era un detalle que se les agradecía.
Aparte, no podemos olvidar que en torno a la luz eléctrica se desarrollaron ingeniosas «técnicas» e innovadoras «tecnologías» para enmascarar su consumo. Lo primero que apareció fue un casquillo que acoplado a esta red de “perra gorda” permitía enchufar la plancha o cualquier otro elemento a lo que pasó a llamarse “ladrón”. La gente que había estado tanto tiempo padeciendo este alumbrado de penuria empezó a imaginar y maquinar la forma de vengarse en el control del consumo. Por ello fueron múltiples los procedimientos para parar el contador, y la «picaresca» hizo de las suyas. Pero eso ya será contado en la próxima entrada.
En aquellas casas de vecinos donde la luz era un bien escaso había que tener dos “riles” para ir de noche al “water” común, que solía estar casi siempre a oscuras ya que la luz única del patio no le llegaba. Las cocinas eran otro número. Aunque los vecinos solían guisar de día, no por ello hubo noches en que algún vecino no tuviera necesidad de utilizar su cocina y su poyo, para lo que tenía que utilizar un velón de gas-oil, lo que se estilaba por aquellas épocas, con el riesgo muy frecuente de que toda la comida se impregnara de olor. Aunque parezca un tanto raro, las velas eran casi prohibitivas.
Mi madre me contaba y recontaba que cuando no había apenas luz el hombre se adaptaba a lo que tenía con un ahorro total del “desgaste de su vista”. Los hombres leían novelas de Marcial Lafuente Estefanía con la sola luz de una bombilla de 25 watios que se dispersaba por todo el patio. En las viviendas, para aprovechar la concentración de la luz de la bombilla, se hacían “lámparas de papel” con las hojas de almanaque. De las mejores eran las del calendario de Manuel García Plaza (Máquinas de coser y bordar Alfa y bicicletas BH), pues sus grandes y bellas láminas daban el juego adecuado para hacer un “embudo” que hiciera las veces de lámpara.
Y es que la lámparas de fábrica eran un bien muy escaso en los ambientes de la luz de “perra gorda”. Al final de los cincuenta y principios de los sesenta, llegaron a los pisos y casas de Cañero y Campo de la Verdad, y como si de una plaga se tratara, llegaron las famosas “Lámparas arañas”, que junto al “mueble librería”, y el tresillo de “skay” eran la decoración inevitable.
La falta de luz en las viviendas hacía que la vida de los vecinos se realizara en el patio de la casa, constituyéndose éste en un auténtico plató de televisión, donde cada uno hacía su papel y todos tenían sus propios diálogos, a veces de sordos. Ahí no hacía falta director, porque todo era espontaneidad. Había hasta peleas, lavados por turnos en las pilas, fregados, y mucha ropa que tender. Incluso había algunas veces cola para utilizar el único “water“. Hasta el ruido del carrillo del pozo sonaba de forma acompasada. A las doce del día, después de que se escucharan las campanadas de la torre (Angelus), se regaba el jazmín y la dama de noche. En el patio y durante el día siempre había corazones que palpitaban, cada uno en su tarea. Las personas mayores se dedicaban a las labores del cosido, a hacer encajes de bolillos. Otras, más jóvenes, cuidaban los “garbanzos echados en agua”, recogían y doblaban la ropa, o charlaban o discutían con cualquier vecina. Pero en aquellos patios lo que sobraba era armonía.
Luego, llegó la luz, después la televisión, y la gente abandonó el patio común para encerrarse y aislarse en sus cubículos…
En calle Cristo, el marido de Lola Varo la de la “carbonilla”, se llamaba José y por unas razones u otras siempre andaba por su casa con la botella debajo del brazo. A pesar de que tenía este pequeño “problema” el amigo José era bastante trabajador a nivel doméstico. Desatascaba caños, arreglaba goteras, pintaba fachadas. Siempre estaba liado, aunque la verdad es que entre faena y faena solía acudir a su botella “esmerilada” a la que apreciaba mucho (obviamente por el líquido que contenía) y que repostaba en la bodeguita de «Casa Matías”.
Era un día 24 de Octubre, festividad de San Rafael, y la casera de su casa, Pura, en representación de los diez vecinos restantes acordó con él que en la mañana pintara la fachada de la casa por doce pesetas. Se levantó muy temprano, y a poco más de la diez de la mañana ya había terminado su faena. No queriendo precipitarse en el cobrar dio tiempo al asunto, y lo dedicó a coger y soltar la “botella esmerilada”. Cuando ya estaba un poco a “nivel”, se dirigió a Pura y le pidió sus doce pesetas del pintado. La casera, al ver que había terminado tan pronto, quiso regatearle parte de lo acordado, y él se negó en rotundo. Como llegara otra vecina y le dijera que doce pesetas era mucho, el bueno de José, un tanto “cargadito”, no tuvo nada más que entrar en el portal de su casa, y “agarrándose” al mazo de cables de todos los vecinos, pegó un tirón sacando de cuajo las instalaciones de luz de “perra-gorda” de todos. (Al final, por no querer pagarle lo pactado, estuvieron casi un mes sin luz, pues hubieron de hacer instalaciones nuevas en lo que se llamó “hilo bajo plomo” que fue el salto inevitable a que se pasó desde el cable bipolar enrollado).
El incidente no acabó ahí. Las comadronas del barrio, la “Repulla”, la “Relojera”, y la “Bombera” mantuvieron una reunión de urgencia en «Casa Matías”, y tras ella acordaron informar de este problema al poder más “universal” del barrio, el cura Novo. Eso ya eran palabras mayores. Éste inspeccionó el lugar de la “tragedia” y después ordenó al sacristán Bojollo que le facilitara a cada vecino… un trozo de cirio blanco, de la hermandad del Calvario de la que su padre Don Marcelino era el tesorero.
Al final, todo aquello fue sonado en San Lorenzo, especialmente en la calle del Cristo… y al amigo José ya no le mandaron a que hiciera ninguna labor doméstica.
Siguiendo en la misma calle Cristo, tenemos por fuerza que hacer una mención a la “Bombera”. Esta mujer gruesa y oronda era una más de aquellas mujeres que había por el barrio que tenían cualidades de bondad y vecindad, como pudieran tener la “Repulla”, la “Relojera”, “Doña Salvadora”, Antonia Aguilera, la “Salvorilla”, Lola Varo, y tantas otras que llenaban aquellas casas de vecinos. Pero bien es verdad que la “Bombera” tenía un desparpajo que la hacía casi única y distinta. Era de apariencia muy descarada y fresca, detalle que ya lo demostró cuando el cura Novo, “El látigo Negro” le tuvo que recriminar el hecho de que, según parece, se quedara con macetas que no eran suyas cuando se desmontó la Cruz de Mayo que en ese año (1956), se puso en la Plaza de San Lorenzo.
En ese mismo año, cuando aún todavía los políticos no se habían inventado eso de “La Velá de la Fuensanta”, y lo que se celebraba todos los años era “la Feria de septiembre”, vino a Córdoba un nuevo espectáculo denominado “El Teatro Victoria”, que quería ganarle un poco de espacio al “picardón” Circo «Chino» de Manolita Chen.
«El Teatro Victoria» tenía en su repertorio como teloneros a un recitador, un cuenta-chistes, y un payaso. Ya en una segunda fase más sería del espectáculo traía a un morenito llamado Arango, que vino popularizando aún más aquella canción de: “Ya viene el Negro Zumbón bailando alegre…» Después de esta actuación y la de un oscuro contorsionista (“El Hombre Bisagra”), venía la actuación estelar de dicho teatro.
Se levanta el telón y aparecen unas veinte muchachas, bellas y de cuerpos esculturales, que con muy poca ropa (braguitas, sostén y una pequeña faldita delantal) ofrecían todos sus encantos al ritmo de la música. Este ofrecimiento era especialmente para la “tropa” que en forma masiva llenaba las gradas del espectáculo. El momento estelar llegaba cuando la banda de música empezaba de forma estridente a acompasar los gritos de: “Maera, Maera…”, y ya como remate final las coristas provocaban al público para que todos gritaran: “Y Más Maera». En ese momento, moviéndose todo lo que podían, se levantaban el pequeño delantal ofreciendo sus partes más íntimas al público, que aunque tapadas con unas pequeñísima braguitas rojas provocaban una situación de locura y de fervor contenido entre los espectadores.
Al principio de los años sesenta se puede decir que desapareció prácticamente la luz de “perra gorda”. Fueron los nuevos barrios como Cañero, el Campo de la Verdad y el barrio de la “Guita” los que iban marcando su final inexorable. La Compañía Sevillana, “gentilmente”, instalaba dentro de tu vivienda un contador, y te decía que lo cuidaras, pues pagabas un alquiler todos los meses por él. A unos se lo instalaban en el patio, a otros en el comedor, y a muchos incluso en el dormitorio. Era curioso: al “enemigo” lo teníamos alojado dentro de casa, ya que era él y nadie más que él, el referente para que nos hicieran la factura mensual de consumo. Aparte de invadir tu «intimidad», Luis Aroca, el encargado de hacerte el contrato en aquellos tiempos, era tan exigente con sus “modos” (seguramente por exigencias legales) que aún le tomabas más coraje a todo lo que se relacionaba con la Compañía eléctrica.
Entonces en estos barrios sencillos y simples, se pensó en “amaestrar” al dichoso contador, para lo cual se utilizaron infinidad de técnicas al gusto del consumidor, y que contradicen lo de que los españoles no somos “competitivos” porque no estamos dotados para la innovación y la tecnología…
Y era curioso, pero la “solidaridad” de todos los vecinos y miembros del barrio con la llegada de los inspectores rayaba lo nunca visto. Si hacía falta, los retenían con cualquier achaque, mientras otro cualquiera iba y avisaba al tramposo. Me comentó Pepe el de la Sevillana que más de una vez se dio el caso que el temido “inspector” era “agasajado de forma cómoda” en cualquier taberna del barrio, hasta el punto que se tenía que volver para atrás algo “pipa”. La gente lo estudiaba todo, y era una lucha de todos contra la Compañía. Ahí van seis ejemplos.
Hubo gente de lo más atrevida que cuando tenía que poner el potente brasero, la lavadora u otro aparato de excesivo consumo, sacaba sus “pinzas preparadas” y las enganchaba a la línea que pasaba cerca de su balcón. Así una tarde, otra y otra, se engañaba al contador, ya que la corriente no pasaba por él. Esta opción, algo peligrosa, la utilizaron personas relacionadas con el oficio, como un conocido que trabajaba en una plataforma de ensayos, y que vivía en Cañero Viejo.
Era normal oír en el Bar Tenerife, en Casa Manolo, o en “Los Mochuelos” de gente que abriese la “faldilla” del contador y metiera “una ballena de camisa”; con ello, durante un tiempo controlado, se paraba la rueda del contador que determinaba el consumo. Se hacía de forma controlada para que el ahorro fuera “sistemático” y no diera lugar a sospechas por parte de la Compañía. Pero a algunos, los más desafortunados, se les solía descomponer el contador en las manos y tenían que recurrir a cualquier “Calete” de turno para que les sacara del atolladero.
Otras personas optaban por hacer un pequeño taladro en la parte del contador que no estaba a la vista y, mediante un ganchillo del pelo, un palillo de dientes, o algo así, introducirlo y parar la dichosa rueda. Como siempre, haciéndolo con sistema, para que la Compañía no advirtiera extraños “dientes de sierra” en el consumo.
Quizás una de las técnicas más sofisticadas fue la que observé en el bar del simpático “Gorrión”. Este empresario de la hostelería, que estuvo trabajando en Inglaterra, además de traerse un coche con el volante a la derecha trajo novedosas “técnicas de ahorro” en el tema energético. Primero se instaló en el Bar San Lorenzo, donde vivía su suegro, el famoso “Artillero”. Luego, se expandió como empresario y se trasladó a la flamante Avenida de Barcelona, donde puso un bar más moderno llamado “Flor y Nata”
.El nuevo establecimiento no reparó en gastos, y estaba dotado de todas las comodidades. Simplemente fue un hombre precavido a la hora de “pagar” el consumo eléctrico. Durante su estancia en el extranjero había conocido un sistema “trampa” que se practicaba en el selecto distrito londinense de Chelsea, y le comentó sus pormenores a un técnico reputado del barrio para que se lo elaborara aquí. El competente técnico fue capaz de trasladar la técnica londinense, pero le advirtió de que cualquier descuido le podía tirar el invento por tierra, así que le dijo: “cuando le des a este pera, al estilo de las que tenían nuestras abuelas encima de la cama, la corriente entrará en tu casa sin pasar por el contador. Debes de procurar que este sistema funcione un día si y otro no.” Y en un arranque de orgullo patrio, el electricista le añadió que, posiblemente, antes de que esto se empleara en el refinado Londres, ya se hablaba de este invento entre los empleados del Parque de Automovilismo, según conversaciones mantenidas en el Bar “La Espuela” del barrio Gavilán.
Así, el bueno del “Gorrión” disfrutaba, porque su negocio funcionaba “viento en popa” y el consumo de energía era el mínimo, pues llevaba a rajatabla lo de “un día si y otro no”. La pera funcionaba cada veinticuatro horas. Pero ocurrió lo que siempre ocurre. El Real Madrid, jugaba un partido importante con el Barcelona y el simpático “Gorrión”, forofo acérrimo, se marchó a Madrid para ver a su equipo del alma. Por unas razones u otras, la «pera” estuvo por lo menos cuatro o cinco días sin funcionar, con lo que se rompió el equilibrio de consumo. Resultado: la inspección, que ya se olía algo y estaba esperando el primer desliz para mandar a sus técnicos, descubrió el “circuito paralelo” y todo ello ante notario le costó al “pillo” del “Gorrión” una multa importante. Estamos hablando de hace unos veinte años, por los que hoy esa multa sería incalculable.
5. LA PRUEBA DEL SERRÍN
También se comentó mucho por la Ribera las trampas que hacían algunos talleres de carpintería, que procuraban que la rueda del contador se llenara del serrín flotante, y así anduviera más lenta. Algo de eso quizás, y de forma involuntaria, le pasó a Muebles Martínez. Y de ahí lo copiaron bastantes talleres.
Finalmente, los más “entendidos, ya a nivel de expertos, solían hacer un “puente en el neutro” con lo que “engañaban” a la bobina amperimétrica, clave para la medición.
…y se acaban aquí los relatos de la luz de “perra gorda” y de los primeros contadores, con los ingenios y penurias de una Córdoba casi a oscuras, lo que no deja de ser paradójico en una ciudad que, según las Crónicas, fue la primera de Europa en contar con un sistema de alumbrado organizado.
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